lunes, julio 20, 2009


Ayer fue el aniversario de la vieja Ana, mi abuela que murió a los 103 años, pero no "se fue...", como se diría eufemísticamente. Debe andar por las nubes poniéndose crema Hinds y metiendo cizaña -para no perder la costumbre- y rezando por el alma de mi abuelo Ramón que se pegó -o le pegaron- un tiro cuando tenía 29 años. Ayer le quise poner estos dos fragmentos de Domingo en cielo... y esta foto de su cumple nro. 80 de 1974. Pero no tenía la novela nada más que en diskette y hoy recién la pude poner en el pen driver.

Sólo pude prenderle una vela y rezarle, ya que, desde hace cuatro años, descansa en Benito Juárez junto con su amado Ramón..., cuyo fantasma la acompañaba desde 1931.



"En la calle Pampa, en la calle Miller nadie entendía nada en esas noches de verano. Seguro eran noches de eclipse. En las noches de eclipse mi abuela a veces se transformaba, pero sólo en verano. Siempre sobria, seria con sus pelos recogidos que sólo destrenzaba en la soledad de sus noches, mi abuela sentía un cosquilleo elástico las noches raras, las noches rojas de eclipse. Subrepticiamente desaparecía de la mesa bajo la santarrita. Unos pensaban que estaba en el baño, otros, en el fondo, limpiando la parrilla cuando, de pronto, se oían los alaridos de mi abuela que aparecía vestida de gaucho, lazo en mano, bombacha bataraza en el pasillo de los heliotropos y antes de que nadie pudiese detenerla se lanzaba a la calle alucinada como si hubiera tomado un gualicho y así seguía por las calles hasta llegar a lo de mi otra abuela en reunión bajo la frescura del árbol de la vereda. La gente se preguntaba quién sería ese loco porque no podían imaginar que semejante desafuero correspondiera a una mujer y menos a una mujer tan seria, tan formal como mi abuela. Otras veces se disfrazaba de colimba y recorría las calles marchando, la mano en la culata de una pistola que nadie sabía bien cómo había llegado a mi casa, diciendo derecha, dre, izquierda, izquier. Si no, soltaba su melena negra hasta las caderas, le robaba una malla de baño a mi madre y se ponía una blusa erótica a medio abrochar y con sus muslos descubiertos blanquísimos visitaba vecino por vecino, casa por casa, preguntando con voz impostada y cigarillo en la comisura del labio por los hombres del lugar. Mis padres y mis tíos se escondían impotentes después de haber tratado inútilmente de detenerla, pero ella no los oía. Yo la seguía de atrás y era muchas veces la que le echaba a perder sus representaciones porque la gente la reconocía a causa mía. Entonces ella reía con una risa desconocida, decía buenas noches y hasta mañana, y corriendo volvía a casa, se paraba frente al espejo de espaldas a la ventana y lentamente se volvía a poner los lentes, a acomodar discretamente el pelo y a calzarse los anchos camisones que había preparado para su corto amor. Escondía en un rincón de su desordenado ropero las ropas y objetos usados. Decía bueno, ya está, quitándose el colorete de las mejillas, besaba la foto de mi abuelo que tenía sobre la mesita de luz, besaba la estatua de San Cayetano, me decía buenas noches y lentamente se ponía a rezar. Afuera el eclipse había terminado. Ella dentro de poco cumplirá cien años...


Mi abuela soltaba sus trenzas con morosidad frente al espejo y en las noches de verano la luna entraba entre sus trenzas en el espejo y ella con modorra casi sensual se palpaba su cara con crema Hinds mientras los azahares entraban también por el espejo y yo miraba a mi abuela mirando su vejez en el espejo y miraba la cruz del sur desde mi cama. Mi abuela tenía una cama solitaria desde sus treinta y siete años en que murió mi abuelo paterno y nunca nadie le conoció amores. Aunque a veces la cachaban con viejos pretendientes mi abuela sólo conoció el amor ya madura y por poco tiempo. No guardaba lutos rigurosos ni lo había guardado a la muerte de mi abuelo sólo por respeto a su persona que se había siempre manifestado como extremadamente ateo y que tenía el tupé de tener en un pueblo de mil habitantes, donde los chacareros conservadores mandaban la batuta, un perro con el nombre de Trotsky. Mi abuela me intrigaba en las noches de luna cuando destrenzaba su cuerpo y se ponía esos camisones enormes que se había hecho para su ajuar bastante modesto primero porque mi abuelo no era rico, segundo porque se iban a casar sólo de civil y sin pompa con un largo collar de perlas y vestido talle bajo y tercero porque mi abuela siempre fue chapucera y nunca fue buena bordadora como correspondía a las mujeres de su siglo. Sus camisones la hacían un fantasma irreparable y yo ya por esa altura leyendo El matrimonio perfecto de Van de Velde que lo tenía forrado plastificado para que nadie me lo reconociera y que había escabullido de la biblioteca oscura y luminosa de mi tío Anta, me preguntaba qué había hecho el cuerpo solitario de mi abuela después de que mi abuelo había muerto cuando mi padre era un chico y con insolencia característica le preguntaba cuándo se había acostado por primera vez con mi abuelo porque yo ya sabía que todos esos istas, anarquistas y todos eso, se acostaban antes de casarse y mi abuela escabullía las respuestas como yo los libros de mi tío y me empezaba a hablar de los mosquitos o de cualquier estupidez o, si no, después, después que la descubrí que fumaba a escondidas, me cortaba las indiscreciones ofreciéndome cigarrillos Chesterfield que ella escabullía de la casa de Madame Luque y que fumábamos las dos a escondidas mirando hacia la cruz del sur, aprendiendo por primera vez el goce clandestino, oliendo a humo y a azahares temiendo la entrada de mi padre o mi madre que nos sorprenderían con el pucho compartido yo haciéndome la grande y la vieja... tal vez... es un soplo la vida. ® © Ana Sebastián, 1986.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Ah! al fin encontré lo que buscaba. A veces se necesita mucho esfuerzo para encontrar la pieza útil incluso pequeñas de información.