miércoles, octubre 05, 2016


¿NOMOFOBIA = HIPERREALIDAD?



En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los Inviernos. En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.”

Jorge Luis Borges: Del rigor de la ciencia.



Ayer tuve que ir al Instituto Oncológico Alexander Fleming. La ida a las cuatro y media de la tarde desde Carlos Pellegrini y Córdoba, cuya mitad está siendo asfaltada, fue infernal. Un 140 nos dejó varados ante los insultos de todos los que estábamos en la parada, el siguiente tardó cerca de veinte minutos en llegar. Mientras subíamos el chofer estaba mandando mensajitos y, a la vez, nos marcaba la tarifa de la SUBE.

Es la hora de las madres y abuelas que retiran a los chicos de los colegios, de las empleadas domésticas, de los obreros de la construcción que vuelven de sus trabajos y de los que, como yo, teníamos que cumplir con otras obligaciones o deseos. Por suerte pude sentarme en el asiento doble sobre la rueda.

A los pocos minutos el colectivo estaba lleno y al lado mío alguien le dio el asiento del pasillo a una madre con su nena que, como es costumbre últimamente, en vez de sentarse ella con la chica en la falda, sentó a la nena. Una madre y una nena con aspecto de ser de clase muy baja [espero que esto no sea estigmatizante]. Ni bien se sentó la nena que seguro apenas pasaba la media docena de años le pidió el celu a su madre que le dijo que lo sacara de la mochila.  Era un celu del tamaño casi de una tablet que no sé cuánto debía costar. La nenita se puso inmediatamente a jugar algo que no sé si se llama Candy Crush moviendo redondelitos de un lado a otro con su pulgar. Así hasta que pedí permiso para pasar porque tenía que bajarme.  
Una vez en el Fleming, ya en la sala de espera de consultorios externos -sala a la que asisto hace veinte años y en donde hay sendos cartelitos con pictogramas de PROHIBIDO EL USO DE CELULAR-, me puse a mirar y, de las más o menos treinta personas que estábamos esperando, unas veinte estaban usándolo. Hace unos años, cuando te veían usándolo, siempre alguien te pedía que te fueras de la sala de espera o que lo apagaras. Ayer nadie dijo nada. Yo, que suelo ser bastante respetuosa de esas normas y bastante atrevida, tampoco me animé a decir algo. Hubiera sido tomada por loca.

         Jean Braudillard, uno de los primeros en analizar la sociedad postindustrial -el postmodernismo-, basándose en la metáfora borgiana del epígrafe, llega a la conclusión de que la continuidad de simulacros virtuosos o virtuales suplanta la realidad. De ahí el término hiperrealidad en el sentido de que los medios dominan la percepción del mundo exterior representando un mundo más real que el que se da en la experiencia personal, de modo que, nuestra realidad cotidiana circundante es una pálida sombra de esa hiperrealidad.

Sin ser justamente Braudillard  -y antes de que existiera la ecografía abdominal-, en los años ochenta Ernesto “Coco” Lombardi, entonces Intendente de Moreno, Provincia de Buenos Aires, visitando el Hospital de la zona, saludó a una parturienta y le auguró que si nacía varón, ojalá fuera futbolista y si era nena, modelo. No necesitaba de la filosofía para saber que muchos creen que ésa es la manera más rápida de lograr ser otro.

Si uno tiene que ser de algún color es mejor el color del éxito o de los flashes de las cámaras que además indican un poder de otro tipo.

Es verdad que durante años la radio capilla estuvo en las cocinas o comedores familiares y después fue reemplazada por el inevitable televisor. La realidad puede ser sórdida ante la imagen del televisor y más si es HD.

Pero ahora no necesitamos siquiera un televisor en el living o en el dormitorio para vivir en la hiperrealidad: basta con un smartphone que nos permita la interconexión al navegador, el acceso a la web 2.0, a youtube, a whatsapp, a poder ver un video, un film, ponernos los auriculares para oír nuestra música o jugar a Candy Crash, Preguntados, etc.

Ahí ya estamos en la hiperrealidad.  

Esa hiperrealidad que genera ambiciones y dependencias, sea para evadirse de lo cotidiano, para matar el tiempo, para evitar la angustia existencial, para trasladarse a otro mundo.

Ambiciones como querer ser el otro: uniformarnos atrás de marcas de zapatillas, tipos de jeans, hábitos de comidas y bebidas, modelos de cuerpo, de tatuajes, de maneras de hablar, de caminar, de vestirnos, de nominarnos, de comportarnos.

Adicciones, desde el tabaco, la cerveza, el alcohol en general, la marihuana, la coca, el paco, los psicofármacos, las relaciones enfermizas a la nomofobia [no mobile phone phobia = ‘fobia a no tener el celular’].

La nomofobia, ese terror a estar incomunicado, sin el millón de amigos del Facebook, sin los contactos profesionales de Lkin, sin el tweet, sin Google Maps, sin el GPS, sin el Play Store, sin el diario que consultar, sin el último celu que sale a la venta.

Ese terror a sentirse solo, a sentirse uno…

Somos lo que somos y no lo que los medios o el celu hacen de nosotros. Pero los que conocimos un país en que medio barrio iba a hablar a la casa del privilegiado que había logrado tener el teléfono de ENTEL, un país en el que había un solo teléfono público en leguas que a menudo no andaba o estaba destruido, en el que los inmuebles subían alrededor de dos mil dólares sólo por tener uno fijo, tal vez podamos tener una mirada más condescendiente con los nomófobos.

Cuando veo a alguien que está hablando con uno que no puede dejar el celu porque así se cree importante, siento entre irritación y lástima… Irritación por su actitud y lástima por su dependencia para demostrar que es alguien.

De cualquier manera no puedo dejar de congraciarme con los tiempos –difíciles y apasionantes- que me tocaron para vivir.

Empecé en los ochenta con mi primera computadora, escribí mi primera novela en una que usaba un cassette especial para grabar datos. Usé desde la Sinclair Spectrum a la Commodore, a la Vendex de Vroom & Dressman IBM compatible con floppy grande que llegó a estos lares y todavía persiste  -testigo de los MS Dos y de todas las versiones de Word Perfect- desde la primera Commodore Top portátil en funda de cuero a la Epson con los diskettes 3.5, desde Windows a estos smartsphones.

La vida es algo más que el flash, la pantalla y el celu…  Pero qué bien vivir en estos tiempos sin caer en la ambición o la adicción.

Y… aunque de pronto me indigne, me parece extraordinario poder usar y disfrutar de estos avances tecnológicos como si fuera una millennial.

®© Ana Sebastián, 2016.

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