sábado, abril 03, 2010

NADIE TE PAGABA POR CALLAR


A dos días de comenzado el otoño, pasadas las nueve y media de la noche del 23 de marzo de 1976 en la entrada de la Estación Retiro me encontraba con la gorda Cristina a la salida del laburo. Retiro no era el mercado persa que es hoy. La gorda no era tan gorda. Para nosotros era la gorda: más carnosa, más rellena, más voluptuosa que las minas que tan bien nos cariturizaba El caudillo. Ella salía de Pisk, la marroquinería de al lado de Círculo Militar. Yo, de Gucci, del Gucci trucho que estaba en Libertad y Arenales. Ella tomaría un ramal, yo, otro. “Mañana es el golpe” me susurró con su picardía. Estábamos entusiastas, casi excitadas. Ninguna militaba ya. En el clima de la época, expresión remanida pero precisa, pensábamos que el golpe agudizaría las contradicciones, se terminaría la Triple A y los parapoliciales que le habían matado a su amor hacía casi un otoño, el pueblo se terminaría de definir del lado revolucionario, la guerra sería cruenta, pero no tan prolongada como se la veía hacía unos años cuando en burla decíamos tautológicamente: larga y prolongada.

Ese susurro en el hall era el último preludio de lo que todos esperaban, salvo algunos fanáticos isabelistas.

Primero fue la ilusión de que las cosas volverían a su lugar, blanco y negro, de que así se ganaría. La Opinión y La tarde propiciaban el golpe, aunque algunos de sus periodistas serían levantados, desaparecerían, morirían... Si no, preguntar a la mujer de Haroldo Conti, a los hijos de Paco Urondo.

Después... sindicalistas y funcionarios, borrándose a tiempo como Casildo. Poco a poco la futura victoria se transformaría en pérdidas: clandestinidad, secuestro –desaparecido no se conocía en nuestra jerga-, aislamiento en Magdalena o en Las Lomitas, refugio en el territorio intocable de alguna embajada, torturas, saqueos, campos clandestinos, hijos arrancados a sus padres, huídas, exilios, muerte mano a mano, tiro a tiro, o marcado por el dedo chupado de la traición. “Por la puerta de la traición han entrado nuestros enemigos, salvo aquéllos que estaban dentro y le franquearon la puerta” supo decir Antonio Machado en sus últimos días de amargura exilar.

Casi inmediatamente: nombramientos en embajadas, intendencias, secretarías de estado, conservadores, socialistas, radicales. Aplausos comunistas porque los generales comerciaban con la URSS, la gran madre Rusia -como la había llamado Raúl González Tuñón-. Y “había militares democráticos” (sic) como diría Ernesto Sábato luego del almuerzo en que el único que se atrevió a preguntarle a Videla por el paradero de Haroldo Conti fue el padre Castellani!!!

Democracia no estaba en el vocabulario ni en el pensamiento de nadie por ese entonces. Sábato usó el calificativo en esa oportunidad y los representantes del Partido Comunista Argentino la repitieron ad infinitum en México, en Europa ante el Mundial del 78 que todos queríamos ganar.

La gorda no estaba en política. Iba en su Citroën rojo. Ese verano había sido la encargada por nuestros amigos de comprar el regalo para mi cumpleaños, un corazón y un anillo de ébano y un lorito colorido, artesanías de la Galería del Este.

Nos encontrábamos a la salida del trabajo. Los sábados íbamos a cenar al Gambrinus de Urquiza o a algún lugar del centro. A veces se levantaba algún pendejo úsalo y tíralo. Después del encame, lo comparaba con su amor asesinado y salía huyendo en el Citroën rojo. O venía a nuestra casa, le enseñaba química al hombre de mi vida, comíamos. Nos reíamos de sus levantes, de nuestros conocidos, de nuestros amigos, de una vidente que le auguraba un futuro promisorio, que no pudo ver que era una mujer llorando su viudez en silencio, de un amigo virgen que, incomprensiblemente, resistió a sus encantos. Un día apareció una cucaracha en la casa y nosotros hicimos un escándalo. Ella disparaba la máquina de fotos y se reía... Se reía de nosotros.

Los primeros días de junio me pidió mi tapado prestado para el sábado en que iba a llevar a su madre al teatro. El 6 de junio ni bien llegué a Gucci la llamé a Pisk -adonde yo también había trabajado- para combinar cuándo se lo daría. Me atendió el yerno del dueño. Me dijo que todavía no había llegado. Raro. A los diez minutos, Lidia, la encargada de Gucci, me pasa el teléfono. Era el yerno de Pisk: “Me llamó la madre de Cristina. La secuestraron. A los padres los encerraron en el baño. Les llevaron hasta el calefón y el teléfono. Tuvieron que ir a un vecino para llamarnos.” Subí a la oficina de Gucci, pedí mi liquidación y me fui a mi casa, la de Estomba y la vía en la que llegaríamos a vivir -con alternancias- un año largo hasta que nos tuvimos que ir del país.

Después de mucho tiempo me enteré de que la habían secuestrado porque había trabajado en la Comisión de Energía Atómica.

La gorda nunca pudo usar mi tapado. No pudo llevar a su madre al teatro. Le gustaba la vida, el amor, las plantas, la buena comida, la risa, el buen vino. Habíamos brindado con champagne en noviembre cuando murió Franco. Su padre republicano exiliado se hacía llamar General Miaja.

No había sorpresa. Había incertidumbre, dolor. Eran los riesgos de la época.
La gorda nunca habló.
La gorda nunca volvió.

Nadie te pagaba para rendirte o para traicionar.

Nadie te pagaba para cantar, dedear o callar. Ella eligió callar. Mantuvo los códigos. En el límite estás solo con tu propia conciencia, con tu poca o mucha humanidad. La gorda fue héroe sin saber que lo sería.

Cuando yo fui a ver a la abuela de Paso del Rey, verdadera vidente, a preguntarle por ella, al hacer un ademán, el anillo de ébano que la gorda había elegido para mí saltó del dedo en pedazos. La abuela se calló un minuto: “es un mal signo... vos andá tranquila, pero es un mal signo para tu amiga.” Dos veces más se me saltaron anillos en pedazos. No puedo nunca olvidar ese primer anillo que se rompía solo.... la angustia de lo desconocido.

“Es fácil ser héroe cuando la guerra terminó”. Ahora todos hablan, memorizan, dictaminan. Los jóvenes que no la vivieron porque endiosaron una parte sin saber que andábamos en pelotas y amábamos la vida. Los que la vivieron y se frustraron piensan que están en una nueva adolescencia, siguen como si no hubiera corrido sangre y dolor bajo los puentes de aquí y de tantos lugares y levantan el índice: “victoria o muerte”. Para ellos no cayeron muros y menos si se puede lucrar con la muerte. Los que miraban con la ñata contra el vidrio, ésos, quieren vivir lo que nunca vivieron o lo que les fue indiferente como el que conoció demasiado tarde las delicias del goce y se regodea pensando en las masturbaciones que no tuvo por una supuesta revolución que les pasó delante de las narices mientras ellos estaban en otra. La oportunidad no llama dos veces y quedan en la masturbación senil. La mueca de lo que pudieron ser.

No pensé que iba a escribir sobre la gorda y ese susurro en la noche del 76. Pero en la madrugada del 24 de marzo de este 2010 oí a un mentado periodista, con voz de sapiencia, engolada, manierista –diría- comentar que Rodolfo Walsh no usaba esos anteojos gruesos –yo hubiera dicho con culo de botella- porque se las quería dar de intelectual y “eso lo impulsa de que...” Semejante estupidez con dequeísmo incluído fue suficiente. Hice zapping radial.

Esas palabras me quedaron colgando todo el día... Las lentes de contacto eran un lujo lejano en el 76 y más para un chicato como Walsh que no tenía más remedio que usar esos anteojos para ver y descifrar la vida. Me acordé de Walsh en los tiempos en que lo evocaba esta personalidad mediática y de sus pensamientos: “... hasta que te das cuenta de que tenés un arma: la máquina de escribir. Según como la manejés es un abanico o es una pistola....” Y de esa otra: “... a Borges nadie le pide que escriba una novela...” En los recovecos de mi ignorancia se me aparecía el Walsh de los 70, silencioso, perspicaz... En La bomba Demóstenes lo podría haber tildado “El zorro”, igual que a Roca, y dibujado con cara celta y sus lentes cuadrados...

Quien en la madrugada radial se llenaba tanto la boca, tanto que metía dequeísmos que hubieran sacado la peor socarronería de Gelman o el humor de Urondo, en esa época -decía- ese veterano comunicador manierista (¿o me equivoqué y es amanerado?) sería redactor del gran diario argentino y, según contarían algunas malas lenguas, solía vérselo patinando -literal- desde Palermo al laburo en patines con rueditas. No existían los skateboards. Por ese entonces esta personalidad pontificante entrevistaría a Borges y a Sábato. Había elegido el abanico de la escritura... Si Walsh viviera -pensaba mientras iba tambaleando en el colectivo- tal vez sólo lo miraría con desprecio detrás de los culos de botella o tal vez, si se hubiera atrevido a llenarse la boca con alguna boludez semejante, Walsh le hubiera dado dos cachetadas como se hace con un pendejo impertinente. Casi seguro, no hubiera gastado pólvora en chimangos. Walsh no era justamente borgiano y patinador. Tenía otros intereses, inquietudes y debilidades. No es apología, pero respetemos al menos que vivió y murió convencido de lo que hacía cuando se dio cuenta de que se iba a jugar por lo que consideró sus ideales -equivocado o no-. Nadie le pagó culada de pesos por escribir sus testimonios, sus cartas. Salvo lo que hizo como corrector o traductor excelente de novelas negras que él hubiera deseado escribir, como cualquier empleado, como cualquiera de los de a pie que venden su fuerza de trabajo por salario. Nadie se hubiera atrevido a decirle qué tenía que buscar, qué investigar, qué escribir, qué decir. Y decía poco. No era complaciente. No recibía suculentos honorarios para ocultar, callar o hablar lo que le indicaban. La palabra tenía otro precio, el precio de la vida y de la muerte.

Walsh, Paco, la gorda y tantos otros arriesgaban la vida, el honor, la menta, la llegada al límite sin saber qué sería de su propia humanidad, si el heroísmo o la degradación.

Ahora intelectuales de pacotilla no arriesgan nada. Dictaminan, juzgan, se burlan, pontifican, enjuician, endiosan, demonizan. Revolucionarios post la sangre y atrás de la guita. No sacan los pies del plato, no sea cosa que les tiren de las orejas. Son sabelotodos complacientes como los viejos monitores de los maestros, son orejas. Puro chamuyo.

Si viviera la gorda, me susurraría: “Son montoneritos pusilánimes. No tiraron ni un tomate. Y encima les pagan para decir lo que dicen.” Y nos reiríamos.

En la historia no valen las chicanas. Y hoy me duelen los auténticos. Me duelen porque muchos murieron y los que quedaron, son escasos.


© Ana Sebastián, de Memorias impertinentes, 2010.





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