El Negrito de la calle Miller
Yo estaba casi -se puede decir- recién regresada. Entre los
baches que deja el exilio está el desconocimiento de quienes alcanzaron cierta
popularidad cuando uno no estaba y especialmente cuando no había internet y apenas
las grandes noticias aparecían en CNN.
Yo oía hablar de un cantor llamado Luis
Cardei y oía algunas discusiones entre quienes se atribuían el mérito de
haberlo descubierto. Un día, en la Bodega del Tortoni estaba anunciado como
cierre artístico Luis Cardei con una antesala a cargo de Lito Nebbia hablando
del tango en su música y una charla sobre el tango Pablo por Eduardo
Romano.
Yo fui y me senté en primera fila junto a Don Enrique Pucci padre.
Finalmente
fue anunciada pomposamente “la orquesta de Luis Cardei". Mi sorpresa fue
doble. Primero porque la orquesta era sólo un bandoneón: el de Antonio y
después porque, cuando apareció el esperado y de antemano aplaudido cantor,
Luis Cardei no era otro que el Negrito de la calle Miller. Nunca lo
había conocido de otra manera. Miller no era sólo la calle en la que yo nací
–en la casa de enfrente-, era la calle en la que pasé mi infancia y mi
adolescencia.
Y Luis Cardei empezó a cantar... y al
compás de ese bandoneón, de la cadencia entre desgarrada e íntima de su voz
volví a la calle Miller, al barrio que en esa época encerraba al mundo. Porque
si a fines del siglo XIX y a principios del XX el conventillo sintetizó el
mundo en su patio, la calle Miller a fines de los cincuenta, principios de los
sesenta fue -para nosotros- el patio que
sintetizó el cosmos.
Miller era el hervidero de pasiones, de
frustraciones, de nostalgias de inmigrantes, de anhelos y sueños de sus hijos y
de sus nietos que se contaban o se ocultaban en las noches de verano bajo el
fresco del árbol de la vereda de mi abuela Manuela. Ese mundo de la calle
Miller entre Sucre y Echeverría hormigueaba y sólo entraba en ralenti en las
siestas, con mi abuelo José -el patrón
de la calle- a caballo de su silla baja
de paja, dormitando sobre el respaldo su morriña bajo la boina hasta que el mal
centro de un pelotazo de los muchachos lo volvía a su realidad que poco tenía
ya que ver con la rías gallegas. Y mi abuelo entonces secuestraba la pelota. Y
el Negrito -el Negrito que veía pasar
ese mundo desde la puerta de enfrente-
le suplicaba: "¡Oiga, don
José, devuelva la pelota, dele!" Y él
-si no estaba de mal talante-, la devolvía y la pelota era un sol más
fuerte que el sol de la siesta. Y si no, la encanutaba y entonces los varones
dejaban el fútbol y se agrupaban alrededor del Negrito. Las chicas, no. Las
chicas en esa época debíamos hacer rancho aparte.
Y Luis Cardei sigue cantando y ahí está
mi tía Rosa -de la que ningún ladrón se
enamoró- y que vino de Galicia para
llegar al matrimonio creyendo que los hijos los mandaba la providencia y no el
placer y el dolor. Pero que en mi adolescencia me aconsejaba que -por nada del mundo- tenía que perderme ese
placer y ese dolor. Y don Lucas, sobreviviente de las trincheras de la primera
guerra, el ogro del barrio, con sus brazos de Popeye baleados por las esquirlas
que me contaba de la guerra y vociferaba su admiración por el Duce y por Stalin
juntos. Y en la esquina don Nicola, el turco, con sus hijos varones y con la
única hija mujer jugando al fútbol con ellos y con quien no me dejaban juntar
porque "yo no tenía que ser machona". Y los de Savo que si no se
pelean entre ellos, se pelean con los demás y María Elena, contándole sus
historias de amores desavenidos a mi abuela mientras su hermano José me empieza
a informar sobre los prohibidos goces de las carreras de caballo y su madre
deja los pulmones en la batea y Tití con su hermano y su madre silenciosa y don
Jorge, el sastre, con sus cuatro hijas mujeres que nadie sabe más de ellas...
Se perdieron con los baldazos del Carnaval...
"Hoy
vuelvo al barrio que dejé..." canta Cardei. En la otra esquina los de
la gitanada hacen una fogata para San Pedro o San Pablo y dentro de poco,
cuando los días se hagan más largos, comenzarán los brincos, las lucecitas de
colores, las tonadillas malintencionadas, los tamboriles. La murga nos enmurga
el sentimiento y en la calle Miller hoy canta el Negrito entona como
entonces... Atrás su madre, Doña Catalina, desde el pasillo de la vida lo mira
con el delantal en la mano y Luis Cardei termina de cantar. Aplausos. Muchos
aplausos.
“¡Otra!
¡Otra!!!”
En Bodega del Tortoni el cielo era
totalmente celeste, celeste infancia en la calle Miller.
* Escrito
para El chamuyo – órgano de la ANT después
de que Vicente Damiani, operando de presentador y diciendo que me iba a
presentar a Luis Cardei, se quedó estupefacto cuando el Negrito dijo: “Aquí
nadie me conoce más que ella…” A partir de ahí nos invitaría a todas
sus presentaciones con la excusa de que le traíamos suerte...
La última vez que te vimos fue en Ópera Prima en Paraná 1259. Ya habías sacado tu Cardei íntimo en cuyo folleto aparecía una foto mía de la adolescencia...
Y como siempre, hablaste de mi abuelo José, "el patrón de la vereda", de mía a quien llamabas "La Ana María" y terminaste edicándome Temblando...
Te fuiste muy pronto...
Se te extraña....
Gracias, Negrito!
FELIZ CUMPLE ALLÍ DONDE SEGURO ESTÁS,
NEGRITO DE LA CALLE MILLER!
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