Ochos de marzo....
Otro 8 de marzo y todos me saludan por el Día Internacional de la Mujer!!!!
Y yo respondo todos los saludos...
En nuestra historia personal el 8 de marzo está y estará ligado siempre a un hecho nefasto de nuestra vida: la primera muerte joven que nos rozó.
in memoriam por ese nefasto 8 de marzo de 1971
- 8. 30 hs. en Rincón de Milberg.
Pero ellos venían en un remise que habían alquilado con chofer y todo, gracias al poderoso nombre del ex-jugador de rugby que tenía historia en el país. De repente, cosa rara, el remise se quedó sin nafta. Nunca se sabrá si fue un hecho fortuito o desafortunado o si fue algo que intencionalmente hizo el chofer que era un muchacho de la misma edad de los otros tres que ocuparon su auto. De cualquier modo, el remise se detuvo en la calle tranquila del suburbio mientras la gente bostezaba.
El jefe, que luego tendría la pata rota, dio orden al más
nuevo del grupo de que fuera a la estación de servicio más próxima y buscara un
bidón con nafta. El y el ex-jugador de rugby se sentaron en el cordón de la
vereda a esperar y el chofer del remise en el medio, ensanguchado, no sea cosa
que le dé por escaparse y los demás nos están esperando para concretar todo.
Era marzo y el sol crecía a las ocho y cuarto de la mañana y ya hacía calor y
ahí estaban esperando, esperando al otro que tenía que traer la nafta para
poder seguir y cumplir con lo planificado. El ex-jugador de rugby seguro que se
mandó un chiste y todos se rieron aparentemente.
Desde la esquina el cuidador de la terminal de colectivos
157 vio a los tres personajes sentados en el cordón riéndose a las ocho y
veinte de la mañana de ese lunes de marzo.
Allí esperaban algo, esperaban cualquier cosa, esperaban
tal vez, como después dijo alguien, al Papa en bicicleta y, aunque estaban
preparados para eso, lo que menos esperaban era la cana. A las ocho y
veinticinco, de pronto apareció un jeep de la Provincia y al mejor estilo de
los films yanquis saltó un sargento con la 9 reglamentaria en la mano y los
intimó a que se entregaran.
El chofer del remise, del cual nunca se sabrá si
desconectó la entrada de nafta a propósito o si fue pura mala pata, pegó un
salto y corriendo hacia el jeep, dijo: "-¡Sálvenme,
no tiren. Ellos me lleva...!" Cuando estuvo casi al lado, el tiro del
sargento le dejó sólo un mal aliento, más fétido que el mal aliento mañanero y
su cuerpo se quedó sin más en medio de la calle. La gente que bostezaba atrás
de las persianas se agachó al oír los disparos.
El jefe dio la orden de resistir y comenzar a tirar y a
correr en zig-zag como tantas veces lo habían practicado en los entrenamientos
y a disparar con la pistola como lo habían aprendido en películas como El clan siciliano y La batalla de Argelia que era muy recomendables por lo
instructivas. A los pocos zig-zag, el jefe fue herido en una pata y le dio la
orden al ex-jugador de rugby de que huyera.
Este sacó su fuerza de jugador de rugby, de ballenato, y
toda su rabia también y agarró al jefe, a su amigo, y seguramente pensó: "juntos en las buenas y en las
malas" como las duplas de los gauchos de Artigas, aunque no es
factible que en medio del tiroteo tuviera tiempo para referencias históricas.
Cazó el cuerpo del jefe, su amigo, y mientras tiraba
corriendo todavía en zig-zag, arrastraba como un ballenato a su amigo orientado
por el olor del río, por el olor de la playa.
Cuando se le terminaron las balas, a las ocho y treinta y
cinco, el jefe le dio la orden de entregarse. Ya verían el verso que harían
después a la cana, no tenía sentido seguir corriendo hasta que los cocinasen a
balazos.
El ex-jugador de rugby apoyó a su amigo contra un árbol,
levantó las manos y se entregó tirando su Star 7.65.
El sargento, que ya tenía mentas de carnicero en la zona,
apuntó al pecho. Al ballenato le quedó agujereada la camisa blanca y sus
zapatos de goma quedaron en dirección al río. Hay quien después dijo que detrás
de las persianas, entre tiros y puteadas, se escuchó un "¡Viva Perón, carajo!" Quizás no es así, pero siendo él,
no es de extrañarse.
El jefe recibió un balazo en su hermoso pecho de Alain
Delon del subdesarrollo, todavía un tiro de gracia, y el cielo, un poncho rojo.
El pibe que había ido a buscar un bidón con nafta, al volver vio todo ese
desbarajuste y tirando el bidón a la mierda, rajó como pudo. Pasó el día entre
los juncales del río y recién se animó a salir a medianoche.
Los del otro grupo que esperaba a unos mil metros, no se
sabe bien la distancia exacta, siguieron esperando y como no oyeron ni tiros ni
vieron nada extraño, cuando el calor les hizo notar que ya había pasado más
tiempo de espera que el de la cuenta, levantaron lo planeado y se fueron
puteando al jefe y al ex-jugador de rugby porque seguramente eran unos boludos
que llegaban tarde y nada más. Por la tarde Crónica reproducía la foto del ex-jugador de rugby con su nombre
histórico, su camisa, "su camisa
blanca que ella me planchó, compañero", y sus zapatones de goma.
El sargento de mentas, como diría Borges, que ya tenía
fama por haber matado a sangre fría a un ratero, volvió a su casa a la
nochecita donde lo esperaba su mujer con los ruleros puestos detrás de la
cerca. Esa noche encontró la carne demasiado jugosa o demasiado cocida, no se
sabe bien, y puteando se levantó de la mesa. Se fue al bodegón de la esquina y
como en los viejos tiempos se contó sus proezas del día, mientras la dueña del
boliche, una pelirroja más que cuarentona de caderas prominentes le servía una
cerveza porque todavía era verano o tal vez fue una caña, tampoco se sabe bien,
mientras él le acariciaba las nalgas anhelantes bajo la pollera.
El ex-jugador de rugby, es decir, el ballenato, nunca
vería como era su sueño, las caderas ensanchadas de la que nunca sería la madre
de sus hijos. Alguna que otra muchacha provinciana extrañaría sus manos en la
pieza de servicio y él quedaría para siempre bajo el polvo de una bandera
argentina.
Publicado originalmente en neerlandés.
Het
Walvisjong , De Groene Amsterdammer, 24 augustus, 1983.
Traducción: H. Berkelmaans.
© ® Ana Sebastián, El ballenato y otras historias.
Querida Mamá de Diego:
Hay
oportunidades en que las palabras no terminan de expresar lo que nos conmueve.
Hay oportunidades en que queremos hablar, pero las palabras se oscurecen en la
caja cóncava de nuestra boca y, entonces, callamos. Hablan por nosotros los
ojos iluminados por las lágrimas, las manos trémulas, el rostro enrojecido por
el llanto, nuestro silencio.
Lamentablemente,
no hubo ocasión de hacerle llegar, al menos los gestos o el silencio que podían
expresar nuestra pena, nuestro dolor irremediable. Ni tampoco pudimos darle
nuestro abrazo para que comprendiera lo solos que quedábamos con la pérdida de
Diego y de Manuel. Sí, quedábamos,
porque sabíamos que no tendríamos la risa clara y descontrolada, los ademanes
arrebatados y las gesticulaciones espontáneas de Chancho –como lo llamábamos
cariñosamente-, ni sus constantes ocurrencias, ni sus bromas. Sabíamos que no
podríamos compartir más el puchero que devoraba mientras contaba anécdotas de
sus hermanos o de los «viejos». Sabíamos también que no tendríamos su estímulo,
su abrazo. Que lo volveríamos a ver hurgueteando en la vida ni tejiendo sus
sueños mientras forjaba un tiempo nuevo. Sabíamos que no podría ver las caderas
fecundas de la muchacha a quien quería hacer su compañera ni el parloteo de su
hijo que saldría tan dicharachero como él.
Quedábamos
solos, es verdad. La ternura de Chancho y la sobriedad de Manuel parecían haber
quedado encerradas siniestramente una mañana perdida de Milberg. Pero no lo
queríamos creer. Nos encontrábamos mancos, sin luz, íbamos a buscar a Manolo y
a Diego y nos encontrábamos con una silla vacía y un bar que parecía ni
siquiera registrar sus pasos. Abríamos una puerta y su saco, su camisa parecía
una burla, una tétrica burla.
Pero nos
encontramos, y poco a poco, nos dimos cuenta: tal compañero hizo un gesto de
Chancho y aquél nombró un objeto familiar con el nombre que él lo nombraba y el
otro estuvo contando tal o cual anécdota de Chancho. Ahí estaba Chancho. El día
comenzaba de nuevo. Y Chancho a nuestro lado, sentado, discutiendo, la camisa
prestada de Marcelo, los pantalones arrugados a veces, ocultando su pierna
nerviosa, los zapatos de goma que le compró un día Chancho Viejo –Don Ricardo-,
después de que estuvo enfermo este invierno, el llavero que le regó su otro
hermano, su anillo, su mano tendida y cálida y su corazón... su corazón blanco
como un manantial. Y ya no estamos solos. Y
Diego tampoco. Diego no está solo porque sabe que enarbolamos otra vez
la bandera caída y, aunque no lo escuchemos, está junto a nosotros mientras en
nuestras manos está su bandera o caigamos con ella. Por eso no le decimos
adiós. Esto no pretende ser un consuelo. Sería inútil: sabemos que el consuelo no
existe.
Sólo
queríamos hacerle llegar nuestro abrazo a Don Ricardo y un beso, un beso tierno
sobre su frente madre que tanto quería Diego.
Sus
compañeros.