Porteñidades IV
50°
Aniversario de su Fallecimiento
Identidad,
relato & literatura
Leopoldo Marechal no es un escritor
pesimista.
Al contrario, es vitalista: “Para mí la literatura no es primordial. Nunca lo fue. Lo primordial es
vivir y la obra literaria no puede ser sino una consecuencia de vivir.”
Su vitalismo lo llevó del amor a su patria al
compromiso político que, independientemente de los vacíos que se le hicieran,
fue asumido en una de las formas a veces más ingratas, la responsabilidad de
ser funcionario. La responsabilidad del poder que conlleva la culpa de la
acción, la culpa del actuar. La acción
es a lo que llamaba “El loco” Sarmiento cuando repetía: “Las cosas hay que hacerlas cosas, mal, pero hacerlas.”
Leopoldo Marechal como Arturo Jauretche, Homero
Manzi, Cesar Tiempo, Enrique Santos Discépolo pudieron ser contemporáneos
artífices y protagonistas de su tiempo.
Según se cuenta, fue a pedido expreso de Eva Duarte
de Perón, que escribió la tragedia Antígona
Vélez, fue estrenada en el Teatro Nacional Cervantes el 25 de mayo de 1951
bajo la dirección de Enrique Santos Discépolo, otro pequeño innombrable, que
moriría a fines de ese mismo año.
Leopoldo Marechal asumió su responsabilidad de
acuerdo a sus convicciones de manera tal, en un movimiento tal y en un momento
tal que no le acarreó la comprensión de muchos de sus pares sobre todo en un país
que suele vivir en antagonismos. Tuvo la desgracia o la dicha de darse cuenta de
cuál era su destino y encararlo con alegría, con trabajo, con amor. Y no con un
sentido fatalista, sino con toda la libertad de su albedrío.
Esa libertad de albedrío que le permitió sobrevivir
las caras de indignación, de sorna, de desprecio con que eran mirados quiénes,
viniendo de otras dimensiones si se quiere más espiritualistas, se habían
enganchado en algo que, para muchos, era simplemente grotesco, carnavalesco,
poco sensato. Todo en esa actitud de soberbia o de lo que Pierre Bourdieu
llamaría el denomina “el racismo de la
inteligencia”. Ese racismo pequeño burgués que es el objetivo central de la
mayoría de los críticos clásicos del racismo. [Valga la paradoja].
Tal vez por la misma razón con que había asumido las
responsabilidades de la acción, asumiría las consecuencias de las mismas.
El filósofo y sacerdote francés Felicite Robert de
Lamennais [1782-1854] afirmó en una oportunidad: “Un desterrado no es feliz en ningún lugar” a la cual nuestro Juan
Bautista Alberdi, luego de su regreso a Buenos Aires, lo parafraseó agregando: “Ni aún en su propia patria.” Si el
exilio es gran castigo para los que amamos la patria, el ostracismo obligado en
la propia patria, en la propia ciudad, en el departamento de la calle Rivadavia
al 2300 debió haber sido muy doloroso.
Su “reencuentro” con el cristianismo lo
ayudó seguramente a tomar las circunstancias con resignación y valentía y vivió
recluido en su departamento con Elbiamor, como él llamaba a su compañera. Sólo
le quedaron unos pocos amigos: Alida y Antonio Barceló, los hermanos Carlos y Rafael Squirru y quien fuera su
discípulo, José María Castiñeira de Dios con su esposa Elena y el poeta y
catedrático Fernando Demaría.
En 1967 Marechal le dirá a César
Fernández Moreno: «No me aparté: “me
apartaron”. Y lo demostraría con documentos, si no deseara evitar, por caridad
cristiana, la tarea de poner en evidencia la “barbarie intelectual” de algunos
compatriotas, muchos de los cuales han vuelto a ser mis amigos.»
Sin embargo, Marechal no deja de percibir la realidad que lo
circunda: «Casi desde “mi caída”, empecé
a sentir el gran vacío que se fabricaba en torno de mí: rostros amigos me
negaron el saludo en la calle, se me cerraron todas las puertas vitales y
literarias, en una especie de “muerte civil” o asesinato colectivo. Entonces
Elbia y yo tomamos una decisión tan heroica como alegre: encerrarnos en nuestra
casa y practicar un “robinsonismo” amoroso, literario y metafísico.»
A fines de mayo de
1956 en ese departamento de la obligada proscripción, recibió la visita de los
generales Raúl Dermirio Tanco y Juan José Valle.
Valle y Marechal redactaron un manifiesto patriótico: “Al pueblo de la patria”. Elbia Rosbaco
recuerda [cito]: «La última noche que estuvo
visitándonos el General Valle hasta pasadas las dos de la madrugada, cuando
alternaba sus preocupaciones por el país con anécdotas de viaje junto a su
esposa Dora y a su hija Susana, en un momento de la conversación, sin que
viniera al caso, se me ocurrió preguntarle: “¿Qué pasa si el asunto de Uds.
sale mal?” El Gral. Valle respondió sin titubeos: “Sería terrible porque esa
gente mata. Nos fusilarían sin vuelta de hoja.” Me estremecí. -Sigue Elbia
Rosbaco- Me estremecí también cuando el
12 de junio de aquel año entró en la Sala de Profesores del Comercial N° 20 una
compañera celebrando el fusilamiento de nuestro entrañable amigo.»
[p.49]
El intento de Valle y Tanco había fracasado.
Marechal siguió en su exilio interno, entre
creaciones y curiosidades filosóficas y literarias. Veladas en las que improvisaba
jitanjáforas, adivinanzas, trabalenguas,
coplas absurdas y risueñas:
“Por la orilla de
un hombre
estaba sentado un
río,
afilando su
caballo
y dando agua a su
cuchillo.”
o
“Andando por los caminos
me
decía un elefante
yo no
quiero logaritmos
ni por
atrás ni por delante”
Esto no nos debe extrañar ya que
Marechal no sólo supo desacralizar los mitos más queridos de la porteñidad, sino
también la misma literatura ya que “lo
primordial es vivir…” –como ya se señaló-.
Ya avanzados la década de los sesenta, todavía
se podía cruzar a Elbia Rosbaco en ese barrio, en las cercanías del
departamento, sencilla, como una vecina cualquiera. Pero casi nadie se daba
cuenta de que ese hombre que a veces venía a su encuentro era ni más ni menos
que uno de los mejores escritores argentinos, reconocido por sus pares
latinoamericanos.
Fue tal su ostracismo que muchos lo
creían muerto hasta mediados de los sesenta en que algunos lo empezaron a
reconocer y visitar.
En los sesenta sintió simpatías por la primera etapa de la
revolución cubana que, en su momento, fue una revolución de jóvenes... Tampoco se lo perdonaron.
La mano invisible, la de la intolerancia, lo mantuvo
bien oculto casi hasta su muerte. Mientras, él preparaba su manifiesto póstumo:
Megafón o la guerra.
Sobre este libro particular que fue póstumo y sobre
algunos episodios, remito al artículo de este blog referido a Ben Molar.
Megafón
será la obra en la que Marechal quiso darle a Buenos Aires el papel de “novia del futuro, si guarda fidelidad a su
misión justificante de universalizar las esencias físicas y metafísicas de
nuestro hermoso y trajinado país.”
Alguien dijo, Helvio Botana, si no me
equivoco: “Sábato ha pasado años creyendo
que su rival en el ranking era Borges y ahí se equivocó [¿sólo ahí?, me
pregunto] Él que los supera a todos es
Marechal que dominó a prosa, verso y vida.” [p. 408].
Murió de un ataque cardíaco el 26 de
junio de 1970 bailando un vals con Elbiamor en su departamento, no habiendo
sido coronado por los oropeles marketineros, pero habiendo sabido mantener la
humildad en la grandeza, la identidad aún en el cambio, la construcción de si
mismo y de nosotros, la condición de ser auténtico consigo mismo.
Su conducta coherente con sus creencias -aunque no sean las nuestras- y su obra
literaria, su actitud tienen el sesgo de lo irreprochable, de cumplir con un
destino sin titubeos, no de resignación ni de cobardía, no de fatalismo sino de
enfrentamiento de las circunstancias, de amor en su concepción carnal, en
concepción ciudadana y en su concepción de fe.
Su conciencia de su misión, de
su destino: “Mirá / que al recibir un
nombre se recibe un destino” [La Patria] El ser argentino significa para él “estar sellado con un destino.”
Si de alguna manera se puede
sintetizar la relación de nuestra generación que se involucró en las luchas
políticas de entonces con Leopoldo Marechal, por un lado, en su posición ética
y en que parte de nuestra juventud hizo suya, aún sin conocerla, con errores
que no vienen al caso, ese sentimiento de patria que significa que “ser argentino es estar sellado con un
destino.”
Tal vez lo más rescatable de Marechal es, para mí y
muchos de nuestra generación, el doloroso sentido de Patria, de esa patria que
a nosotros nos hizo dar batalla con o sin razón, de esa patria joven que amó y
cantó:
“Graciosa bajo el
humo que despiden sus hombres
quemados junto al Río
y predilecta ya,
como las hijas,
en el ancho fervor
de sus mujeres,
la Patria es un
dolor que nuestros ojos
no aprenden a llorar
[...]
La infancia de la Patria se prolonga
más allá de tus
fuegos, hombre y de mi ceniza.
La Patria es un dolor
que aún no tiene bautismo,
sobre tu carne
pesa lo que un recién nacido.”
®© Ana Sebastián.
Buenos Aires, julio 2005 – corregido julio 2020.