¿NOMOFOBIA = HIPERREALIDAD?
“En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal Perfección que el
Mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el Mapa del Imperio, toda
una Provincia. Con el tiempo, estos Mapas Desmesurados no satisficieron y los
Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el Tamaño del
Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la
Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era
Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y los
Inviernos. En los Desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa,
habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de
las Disciplinas Geográficas.”
Jorge Luis
Borges: Del rigor de la ciencia.
Ayer tuve que ir al Instituto Oncológico Alexander Fleming. La ida a las cuatro y
media de la tarde desde Carlos Pellegrini y Córdoba, cuya mitad está siendo
asfaltada, fue infernal. Un 140 nos dejó varados ante los insultos de todos los
que estábamos en la parada, el siguiente tardó cerca de veinte minutos en
llegar. Mientras subíamos el chofer estaba mandando mensajitos y, a la vez, nos
marcaba la tarifa de la SUBE.
Es la hora de las madres y abuelas que retiran a los
chicos de los colegios, de las empleadas domésticas, de los obreros de la construcción
que vuelven de sus trabajos y de los que, como yo, teníamos que cumplir con
otras obligaciones o deseos. Por suerte pude sentarme en el asiento doble sobre
la rueda.
A los pocos minutos el colectivo estaba lleno y al lado
mío alguien le dio el asiento del pasillo a una madre con su nena que, como es
costumbre últimamente, en vez de sentarse ella con la chica en la falda, sentó
a la nena. Una madre y una nena con aspecto de ser de clase muy baja [espero
que esto no sea estigmatizante]. Ni bien se sentó la nena que seguro apenas
pasaba la media docena de años le pidió el celu a su madre que le dijo que lo
sacara de la mochila. Era un celu del
tamaño casi de una tablet que no sé cuánto debía costar. La nenita se puso
inmediatamente a jugar algo que no sé si se llama Candy Crush moviendo redondelitos de un lado a otro con su pulgar. Así
hasta que pedí permiso para pasar porque tenía que bajarme.
Una vez en el Fleming,
ya en la sala de espera de consultorios externos -sala a la que asisto hace
veinte años y en donde hay sendos cartelitos con pictogramas de PROHIBIDO EL
USO DE CELULAR-, me puse a mirar y, de las más o menos treinta personas que
estábamos esperando, unas veinte estaban usándolo. Hace unos años, cuando te
veían usándolo, siempre alguien te pedía que te fueras de la sala de espera o
que lo apagaras. Ayer nadie dijo nada. Yo, que suelo ser bastante respetuosa de
esas normas y bastante atrevida, tampoco me animé a decir algo. Hubiera sido
tomada por loca.
Jean Braudillard, uno de los primeros
en analizar la sociedad postindustrial -el postmodernismo-, basándose en la metáfora
borgiana del epígrafe, llega a la conclusión de que la continuidad de simulacros virtuosos o
virtuales suplanta la realidad. De ahí el término hiperrealidad en el sentido de que los medios dominan la percepción del
mundo exterior representando un mundo más real que el que se da en la
experiencia personal, de modo que, nuestra realidad cotidiana circundante es
una pálida sombra de esa hiperrealidad.
Sin ser justamente Braudillard -y antes de que existiera la ecografía
abdominal-, en los años ochenta Ernesto “Coco”
Lombardi, entonces Intendente de Moreno, Provincia de Buenos Aires, visitando el
Hospital de la zona, saludó a una parturienta y le auguró que si nacía varón, ojalá
fuera futbolista y si era nena, modelo. No necesitaba de la filosofía para
saber que muchos creen que ésa es la manera más rápida de lograr ser otro.
Si
uno tiene que ser de algún color es mejor el color del éxito o de los flashes
de las cámaras que además indican un poder de otro tipo.
Es verdad que durante años la radio capilla estuvo en las
cocinas o comedores familiares y después fue reemplazada por el inevitable
televisor. La realidad puede ser sórdida ante la imagen del televisor y más si
es HD.
Pero ahora no necesitamos siquiera un televisor en el
living o en el dormitorio para vivir en la hiperrealidad: basta con un smartphone que nos permita la
interconexión al navegador, el acceso a la web 2.0, a youtube, a whatsapp, a
poder ver un video, un film, ponernos los auriculares para oír nuestra música o
jugar a Candy Crash, Preguntados, etc.
Ahí ya estamos en la hiperrealidad.
Esa hiperrealidad que genera ambiciones y dependencias,
sea para evadirse de lo cotidiano, para matar el tiempo, para evitar la angustia
existencial, para trasladarse a otro mundo.
Ambiciones como querer ser el otro: uniformarnos atrás de
marcas de zapatillas, tipos de jeans, hábitos de comidas y bebidas, modelos de
cuerpo, de tatuajes, de maneras de hablar, de caminar, de vestirnos, de
nominarnos, de comportarnos.
Adicciones, desde el tabaco, la cerveza, el alcohol en
general, la marihuana, la coca, el paco, los psicofármacos, las relaciones
enfermizas a la nomofobia [no
mobile phone phobia = ‘fobia
a no tener el celular’].
La nomofobia, ese terror a estar
incomunicado, sin el millón de amigos del Facebook, sin los contactos
profesionales de Lkin, sin el tweet, sin Google Maps, sin el GPS, sin el Play
Store, sin el diario que consultar, sin el último celu que sale a la venta.
Ese terror a sentirse solo, a
sentirse uno…
Somos lo que somos y no lo que los medios o el celu hacen
de nosotros. Pero los que conocimos un país en que medio barrio iba a hablar a
la casa del privilegiado que había logrado tener el teléfono de ENTEL, un país en
el que había un solo teléfono público en leguas que a menudo no andaba o estaba
destruido, en el que los inmuebles subían alrededor de dos mil dólares sólo por
tener uno fijo, tal vez podamos tener una mirada más condescendiente con los
nomófobos.
Cuando veo a
alguien que está hablando con uno que no puede dejar el celu porque así se cree
importante, siento entre irritación y lástima… Irritación por su actitud y
lástima por su dependencia para demostrar que es alguien.
De cualquier
manera no puedo dejar de congraciarme con los tiempos –difíciles y
apasionantes- que me tocaron para vivir.
Empecé en los
ochenta con mi primera computadora, escribí mi primera novela en una que usaba un
cassette especial para grabar datos. Usé desde la Sinclair Spectrum a la
Commodore, a la Vendex de Vroom & Dressman IBM compatible con floppy grande que llegó a estos lares y
todavía persiste -testigo de los MS Dos y
de todas las versiones de Word Perfect- desde la primera Commodore Top portátil
en funda de cuero a la Epson con los diskettes 3.5, desde Windows a estos
smartsphones.
La vida es algo
más que el flash, la pantalla y el celu… Pero qué bien vivir en estos tiempos sin caer
en la ambición o la adicción.
Y… aunque de pronto
me indigne, me parece extraordinario poder usar y disfrutar de estos avances
tecnológicos como si fuera una millennial.
®© Ana
Sebastián, 2016.