ANTE LOS CHOLULOS DE LA MEMORIA
"Es fácil ser héroe cuando los peligros no acechan"
Tengo una amiga que suele decir sobre este tema, cuando alguien se asoma desde la periferia de la historia, "Esto a mí ya me pasó" como si se tratara de una enfermedad, de un accidente o de un mal de amores incurable.
Cuando veo el tratamiento y el encuadre parcial que se le brinda a la cuestión de la memoria, adopto esta frase no desde una posición cínica sino desde el umbral de quien se atreve a decir que el rey va desnudo sin temor a los epítetos con que pueda ser calificada.
Pertenezco a esa generación que creció en un mundo dividido en dos, en el contexto de ebullición de las luchas de liberación postcoloniales, de la época en que el Che se asumía como un mártir abnegado y nosotros queríamos ver en él a un nuevo Cristo del siglo XX -y tengo pruebas de ello en los malos poemas de entonces- y soy de los que, provenientes de hogares y familias socialistas, en donde Perón era sólo “el tirano depuesto, el demagogo”, combinaron la figura de Evita con los ideales de nuestra generación de hermanos mayores declamatorios revoluciones en los cafés.
Soy de la generación que decidió hacer, meterse en el fango con la idea de cambiar el mundo, de hacer un mundo mejor. Soy de los que se embarraron las manos y la vida con las ideas de la lucha armada, con el foco, con la vanguardia, con el sol asomando de la nueva patria que haríamos, con el amanecer que forjaríamos, con vocabulario heroico y con hechos heroicos, con las lecturas de Clausewitsz, de Mao, de Regis Debray, del Che, de Marighela, de Abraham Guillén.
Parí a mi hijo mientras su padre estaba preso. Fui a Ezeiza a buscar al Viejo y nos encontramos con los muchachos del palco y con la voz de Leonardo Favio gritando "¡No disparen!"
Me sentí estúpida, si no imberbe -sigo siendo lampiña, ya que, gracias a dios, nunca tuve barba-, el 1º de mayo del 74, lloré a Perón ese 1º de mayo y lo lloré el 1º de julio del mismo 74 y sufrí a Isabel y a Lopecito.
El 23 de marzo a la noche nos encontramos con mi amiga Cristina en Retiro y me dijo en actitud confidencial: "Mañana es el golpe" y estábamos contentos porque pensábamos que se agudizaban las contradicciones y que el amanecer estaba cerca. Cristina fue secuestrada en junio de 1976. Trabajaba en la Comisión Nacional de Energía Atómica y nunca más volvió a aparecer.
El Dr. Arturo Frondizi y su amigo Ramón Prieto me ayudaron a irme a Paraguay con mi hijo, de donde volvería a la semana porque prefería morir aquí a ser tirada a las pirañas en algún río de la selva tropical de Stroessner. Pensamos que el golpe pasaría, que era un golpe más.
La distancia de los años exilares, la pérdida de mis amigos de generación, mis poemas como epitafios en las tumbas de mis compañeros muertos, los años vividos afuera, el mundo que cambia y uno cambia me permiten preguntarme honesta, auténticamente como pretendíamos ser y vivir entonces, dónde estaban los que hoy están. No son todos los que están ni están todos los que fueron.
En la lucha no se discierne, se trata de sobrevivir. Escribí libros con estos dolores, con estos fantasmas que a veces nos asaltan en los sueños, nos esperan en la esquina inexistente, nos acompañan en las fisuras que llevamos en nuestras vidas familiares y aún en la de nuestros hijos a los que en muchos casos -como se suele decir- les cagamos la vida. Me pregunto por qué de los miles que pasaron por los campos y que no volvieron de la muerte más tortuosa, unos sí volvieron -y me alegra que así sea- pero, qué se tuvo que hacer para que unos fueran tirados desde helicópteros o dejados a la buena de dios o del demonio.
Por eso me creo con derecho a preguntarme también quién tiene el derecho a apropiarse de nuestros dolores, de nuestros errores, de nuestros sueños. Quién tiene el derecho a banalizar el sufrimiento, quién tiene más muescas en el alma que otro cuando, en esos años fatídicos, se justificaba todo con el "por algo será". Y era por algo. Ingenuos sí, pero no ovejas. Pensamos que podíamos tocar el cielo con las manos y conocimos todas las estaciones del infierno. (Algunos podemos todavía seguir, otros ni siquiera eso).
Pero mi pregunta va más lejos, considerando que todo lo hacíamos con el fin, no de ser ñoquis ni de armar la corporación militante ni de tener un cargo público proporcional a toda nuestra familia, sino de hacer nuestro sacrificio por una patria mejor y, a fuer de ser sincera, ¿no sería mejor que hagamos un análisis a conciencia de lo que fue para ver si algún día podrá ser mejor, si podemos ver una Argentina adulta y tolerante, pujante y no devaluada en todo sentido?
Es fácil ser héroe cuando los peligros pasaron. Lo difíciles serlo cuando las circunstancias queman. Hablar del fuego es una cosa y quemarse es otra. Y esto no es renegar de ideales ni quiebre ni paga ni venta ni compra ni subasta. Fuera de la sed de justicia para los directamente involucrados, para los padres, los hijos, los compañeros, tampoco se le puede regalar el dolor a los cholulos de la memoria. Por otra parte, también tenemos derecho a pisar los campos del olvido.
Ana Sebastián, 2004. De Memorias impertinentes.
Cuando veo el tratamiento y el encuadre parcial que se le brinda a la cuestión de la memoria, adopto esta frase no desde una posición cínica sino desde el umbral de quien se atreve a decir que el rey va desnudo sin temor a los epítetos con que pueda ser calificada.
Pertenezco a esa generación que creció en un mundo dividido en dos, en el contexto de ebullición de las luchas de liberación postcoloniales, de la época en que el Che se asumía como un mártir abnegado y nosotros queríamos ver en él a un nuevo Cristo del siglo XX -y tengo pruebas de ello en los malos poemas de entonces- y soy de los que, provenientes de hogares y familias socialistas, en donde Perón era sólo “el tirano depuesto, el demagogo”, combinaron la figura de Evita con los ideales de nuestra generación de hermanos mayores declamatorios revoluciones en los cafés.
Soy de la generación que decidió hacer, meterse en el fango con la idea de cambiar el mundo, de hacer un mundo mejor. Soy de los que se embarraron las manos y la vida con las ideas de la lucha armada, con el foco, con la vanguardia, con el sol asomando de la nueva patria que haríamos, con el amanecer que forjaríamos, con vocabulario heroico y con hechos heroicos, con las lecturas de Clausewitsz, de Mao, de Regis Debray, del Che, de Marighela, de Abraham Guillén.
Parí a mi hijo mientras su padre estaba preso. Fui a Ezeiza a buscar al Viejo y nos encontramos con los muchachos del palco y con la voz de Leonardo Favio gritando "¡No disparen!"
Me sentí estúpida, si no imberbe -sigo siendo lampiña, ya que, gracias a dios, nunca tuve barba-, el 1º de mayo del 74, lloré a Perón ese 1º de mayo y lo lloré el 1º de julio del mismo 74 y sufrí a Isabel y a Lopecito.
El 23 de marzo a la noche nos encontramos con mi amiga Cristina en Retiro y me dijo en actitud confidencial: "Mañana es el golpe" y estábamos contentos porque pensábamos que se agudizaban las contradicciones y que el amanecer estaba cerca. Cristina fue secuestrada en junio de 1976. Trabajaba en la Comisión Nacional de Energía Atómica y nunca más volvió a aparecer.
El Dr. Arturo Frondizi y su amigo Ramón Prieto me ayudaron a irme a Paraguay con mi hijo, de donde volvería a la semana porque prefería morir aquí a ser tirada a las pirañas en algún río de la selva tropical de Stroessner. Pensamos que el golpe pasaría, que era un golpe más.
La distancia de los años exilares, la pérdida de mis amigos de generación, mis poemas como epitafios en las tumbas de mis compañeros muertos, los años vividos afuera, el mundo que cambia y uno cambia me permiten preguntarme honesta, auténticamente como pretendíamos ser y vivir entonces, dónde estaban los que hoy están. No son todos los que están ni están todos los que fueron.
En la lucha no se discierne, se trata de sobrevivir. Escribí libros con estos dolores, con estos fantasmas que a veces nos asaltan en los sueños, nos esperan en la esquina inexistente, nos acompañan en las fisuras que llevamos en nuestras vidas familiares y aún en la de nuestros hijos a los que en muchos casos -como se suele decir- les cagamos la vida. Me pregunto por qué de los miles que pasaron por los campos y que no volvieron de la muerte más tortuosa, unos sí volvieron -y me alegra que así sea- pero, qué se tuvo que hacer para que unos fueran tirados desde helicópteros o dejados a la buena de dios o del demonio.
Por eso me creo con derecho a preguntarme también quién tiene el derecho a apropiarse de nuestros dolores, de nuestros errores, de nuestros sueños. Quién tiene el derecho a banalizar el sufrimiento, quién tiene más muescas en el alma que otro cuando, en esos años fatídicos, se justificaba todo con el "por algo será". Y era por algo. Ingenuos sí, pero no ovejas. Pensamos que podíamos tocar el cielo con las manos y conocimos todas las estaciones del infierno. (Algunos podemos todavía seguir, otros ni siquiera eso).
Pero mi pregunta va más lejos, considerando que todo lo hacíamos con el fin, no de ser ñoquis ni de armar la corporación militante ni de tener un cargo público proporcional a toda nuestra familia, sino de hacer nuestro sacrificio por una patria mejor y, a fuer de ser sincera, ¿no sería mejor que hagamos un análisis a conciencia de lo que fue para ver si algún día podrá ser mejor, si podemos ver una Argentina adulta y tolerante, pujante y no devaluada en todo sentido?
Es fácil ser héroe cuando los peligros pasaron. Lo difíciles serlo cuando las circunstancias queman. Hablar del fuego es una cosa y quemarse es otra. Y esto no es renegar de ideales ni quiebre ni paga ni venta ni compra ni subasta. Fuera de la sed de justicia para los directamente involucrados, para los padres, los hijos, los compañeros, tampoco se le puede regalar el dolor a los cholulos de la memoria. Por otra parte, también tenemos derecho a pisar los campos del olvido.
Ana Sebastián, 2004. De Memorias impertinentes.